No es fácil para un chico de 21 años ingresar en un monasterio de clausura para llevar vida contemplativa. Las nuevas generaciones somos más frágiles que las pasadas. No es fácil distinguir la voz y la llamada de Dios entre otras muchas voces y mensajes que nos llegan por todas partes y que se cuelan en nuestro corazón casi sin pedir permiso.
Tampoco es fácil a esa edad dejar una carrera universitaria sin terminar y una familia que constituyen en ese momento una seguridad muy fuerte y un apoyo para el futuro; como tampoco lo es olvidarse para siempre de la posibilidad de una relación de amor humano en el matrimonio cuando se ha experimentado la belleza del noviazgo y del enamoramiento. Ésta fue mi situación cuando hace 16 años ingresé en la Cartuja.
Y pienso que realmente todo esto habría sido imposible si no hubiera ALGUIEN capaz de provocar en mi corazón una seducción mayor con una esperanza cierta de cumplimiento.
La vocación contemplativa, como la vida auténticamente cristiana, se contagian por envidia. Fue precisamente la envidia por una vida que me hablaba del cielo lo que experimenté al ver a una amiga detrás de la reja de la clausura de un monasterio. Aquella reja me pareció libertad para las de dentro y prisión para los de fuera. Envidia porque ellas poseían algo que anhelaba lo más profundo de mi corazón y de lo que yo carecía.
No fue fácil entender y creerme que Dios me estaba llamando, a mí y de verdad. No fue fácil porque sentó en mi interior tres aspiraciones que yo consideraba contradictorias entre sí: esponsal, contemplativa y sacerdotal. Pensaba que tal contradicción no manifestaba ninguna lógica y que por tanto no podía ser vocación sino un invento en mi cabeza. Trataba de autoconvencerme de ello, pero en el fondo deseaba que fuese cierta dicha llamada. Me ayudó a discernir un director espiritual que fue todo un regalo de Dios: sacerdote diocesano seducido él mismo por la vida contemplativa, supo contagiarla a los demás.
A partir de un encuentro de jóvenes con el Beato Juan Pablo II en Loreto, en septiembre de 1995 empecé a concebir mi vida y mi vocación de modo distinto: como un servicio a la Iglesia. Entonces comenzó a ser todo menos complicado.
En contacto con testimonios de monjas y monjes (San Rafael, Santa Teresa del Niño Jesús y San Charbel Maklouf) y en hospederías de los monasterios de las distintas órdenes donde hice retiros fueron emergiendo desde mi interior todas las aspiraciones que llevaba dentro. Fue cuando leí los Estatutos de la Orden Cartujana cuando me sentí atraído por el modo de vida de los cartujos. Yo era catequista de mi parroquia y percibía que podría hacer más por esos chicos y chicas con mi oración que con mi palabra. “Si los seglares no se edifican con nuestro silencio, mucho menos lo harán con nuestras palabras”, era una de las frases con las que me sentí identificado. Por eso no es frecuente que un cartujo escriba algo como lo que estás leyendo si no es por encomienda de su Superior.
Aunque en mi vida cotidiana de monje profeso no falta la alegría, tampoco faltan las pruebas y dificultades. Me brota entonces una oración que repito siempre: “Señor, que esto no me quite la paz, ni la alegría ni el sueño”. Y yo creo que la Virgen y una legión de Ángeles de la Guarda la hacen realidad, sobre todo en una vocación que no se sostiene si no es desde la pura fe. Esa fe que va haciendo crecer al alma en una vida propiamente contemplativa en la que solo se ven con los ojos de Dios todas las cosas y en todas las cosas a Dios.
Mi vocación y mi vida cotidiana buscan su alimento y sustento en la meditación de la Palabra de Dios, luz que me va comunicando la mente de Cristo (1Co 2, 16); la Eucaristía, por la que recibo el corazón de Cristo para poder amar como Él ama; la Palabra de la obediencia (Jn 4, 34), que me da confianza de que la obra de Dios se cumplirá a pesar de mi debilidad y miseria; y el frecuente sacramento de la penitencia y misericordia, que me restaura a imagen del Hombre Nuevo, Cristo Resucitado, a quien espero como Esposo de la Iglesia velando en medio de la noche. ¡Ven Señor Jesús!