¿Yo monja? ¡Jamás! 

Yo nunca había querido ser monja. Nunca, hasta los 23 años. Ni lo había deseado, ni imaginado, ni siquiera pensado. Si alguien me hubiera dicho: “¡oye!, y si un día fueses monja, ¿qué pasaría?”. Le habría dicho que estaba loco, loco, rematadamente loco. Conociéndome, la vida que llevaba y todo lo demás, imposible ser monja. Sin embargo los planes del Señor y sus pensamientos están muy por encima de los nuestros. Un buen día Él decidió dar un giro muy grande a toda mi vida.

Nací en una familia no religiosa de la República Checa. Crecí en un ambiente nada religioso. En mi casa ni siquiera se hablaba de Dios. Cuando cumplí los 15 años, mi vida dio un giro negativo. Una de mis amigas me invitó a ir por primera vez a una discoteca. Fui y algo cambió en mí. Aunque antes tampoco es que fuera una joven modelo, ni mucho menos, pero conservaba una cierta inocencia, pero después de empezar a ir semanalmente a las discotecas cambió mi manera de pensar, de vestir, de ser y de relacionarme con los demás. Las discotecas los sábados se convirtieron en el centro de mi vida. Después de unos años acabé cansándome, pero el ambiente ya me había marcado.

Cuando fui a la universidad tenía un novio estable que era ateo convencido y también yo me empecé a declarar atea. De la doctrina católica sabía poco o nada, ni sé si hubiera sido capaz de decir los diez mandamientos. La Iglesia me caía mal, me parecían todos unos hipócritas. Dios no tenía nada que decir en mi vida, no estaba en contra de Él, más bien me sentía indiferente. Simplemente pensaba que no existía.

Me ofrecieron una beca de Erasmus para ir a estudiar a Santander (Cantabria, España) durante nueve meses. La acepté y a punto de cumplir los 23 años llegué a España. Al principio me lo pasé muy mal, no conocía a nadie, echaba de menos a mi novio, mis amigos, mi familia, mi tierra, todo. En una de las primeras clases conocí a la que es ahora la Hna. Sara (Sierva del Hogar de la Madre) que entonces era candidata. Hablamos de algo de estudios y luego ella vio que yo llevaba una pequeña cruz de oro (regalo de mi hermana) y me preguntó: “¿Eres católica?”. Yo queriendo decir que no y que no me interesaba para nada serlo me oí decir a mí misma: “No, pero estoy buscando.” No lo quería decir, simplemente me salió. Era el Señor que iba haciéndose más y más presente en mi vida aunque yo todavía no me daba cuenta.

Sara me presentó a otra hermana que se convirtió luego en mi guía hacia la conversión. Ella me dejó el libro del padre Jorge Loring “Para salvarte”. Y yo, leyéndolo muy poco a poco, intentando reflexionar y absorber lo que ponía, empecé a creer en Dios. Empecé a descubrir en mí un deseo cada vez más grande de conocer a este gran Misterioso para mí, de conocer la Verdad, no miles de verdades, sino la Verdad, la única.

Más tarde conocí la comunidad de las Siervas del Hogar de la Madre con su fundador D. Rafael Alonso. Conocerlos significó para mí la apertura de un mundo nuevo, un mundo mucho más limpio, mucho más sencillo, mucho más transparente y mucho más lleno de amor de verdad que el que había conocido hasta entonces. Luego todo fue un proceso más o menos rápido, los conocí en octubre, en diciembre pedí el bautismo y empecé a tener catequesis intensiva porque el gran día iba a ser en la Vigilia de la Resurrección que aquel año caía en 10 de abril.

Tuve muchas luchas, por un lado Dios me atraía muchísimo, descubría cosas antes desconocidas que me llenaban profundamente, sentía que Dios me llamaba a la vida cristiana de verdad y que allí iba a encontrar mucha más felicidad, pero…Tenía mucho apego a mi vida de antes, mis vicios, mis comodidades, mis independencias, en fin, no estaba todavía dispuesta a dejar tantas cosas por Dios. Y tenía miedo, mucho miedo. Quizá de lo desconocido, de lo que Dios me pudiera pedir.

Al final estaba a punto de no bautizarme, pero recibí una gracia enorme en una peregrinación a Roma, donde me invitaron las Siervas. En una de las iglesias, nos arrodillamos, y yo, que ni siquiera sabía rezar, sentí en el corazón que tenía hambre y sed de Dios, que no podía vivir sin Él. Las chicas que venían conmigo me preguntaron: “¿Conoces la Divina Misericordia?”. Y es que hasta ese momento nunca había oído nada de la Divina Misericordia, ni había visto la imagen. Me llevaron a una pequeña capillita con esa imagen y me impactó lo guapo que era el Señor. Sólo repetía dentro de mí: “¡Está guapísimo, más guapo que cualquier hombre!”, y experimenté que Él me acogía a pesar de que era una pecadora y que me amaba personalmente y con gran intensidad. Salí de la iglesia con muchos esquemas completamente cambiados, sólo deseando bautizarme y vivir la vida cristiana en serio, costara lo que costase.

El 10 de abril del año 2004 el padre Rafael me bautizó y yo me quedé con un gran deseo de hacer lo que Dios quisiera. Poco después dejé a mi novio y decidí quedarme otro año en España, esta vez con las Siervas trabajando en lo que hiciera falta. Un día en la oración sentí con fuerza que el Señor me amaba, pero no como antes, sino como si yo fuese para Él, sólo para Él y Él para mí. Era como si hubiese cogido su manto y me hubiera escondido debajo de Él y así me quería convertir en posesión suya. Aquel día me hubiera gustado decirle que yo no quería, pero no me atrevía, era consciente de que Él es Dios y tiene todos los derechos sobre mi vida. Más tarde entré en la comunidad de las Siervas del Hogar de la Madre y estoy cada día más feliz de seguir mi vocación y más enamorada del Señor.

¡Y es que hacer lo que Dios quiere de ti es lo mejor! Si confías en Él, no te arrepentirás nunca y Él hará en ti maravillas.