¡Ven, amada mía, ven! 

Mis primeros recuerdos de esta llamada, son a los 5 años más o menos, con los que decía muy libremente: “Quiero ser monjita”. El Señor desde pequeña ponía en mi corazón el deseo de ser sólo para Él.

Iba creciendo, y llegó un momento que había conseguido mis ”metas”, y apareció un gran vacío, nada me llenaba. ¿Pero para que vivo? ¿Por qué existo? ¿Qué es vivir?

Solo la Palabra de Jesús, su amistad era capaz de apaciguar este abismo.

Es verdad, ahora entiendo, nuestro corazón solo lo colma Dios. En este momento, con un grupo de oración: “Hinnení”, viví varias peregrinaciones que me marcaron profundamente; algo nuevo se abría a mis ojos: una inmensa alegría de vivir estos días abandonados a la confianza en Dios Padre que nos ama y cuida de nosotros. Este deseo de vivir así, “abandonada a la Providencia” crece en mí. Y es lo primero que vi al conocer a la Comunidad del Cordero.

Un momento clave fue la peregrinación a Tierra Santa en la que tuve una fuerte experiencia: El encuentro con Jesús Resucitado por el cual vale la pena dar toda la existencia. Yo me repetía tras ver el sepulcro vacío: Está vacío, está vacío… y en esta tierra santa, en el encuentro vocacional del Camino Neocatecumenal escuché: “¡Ven, amada mía, ven!” como una palabra de fuego en mi corazón. Comí a los pies de Jesús.

A la vez, en este tiempo caminaba con la Comunidad del Cordero; mi familia. Al conocerla con una inmensa alegría me dije: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, lo que con todas mis fuerzas ansío cumplir”.

El Señor me dio la Palabra del Joven rico en Saint Pierre, casa madre de la Comunidad. “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme” Mc 10, 17-22. Y el Evangelio también cuenta que este joven se marchó entristecido porque tenía muchos bienes. Veía la gran libertad que nos da de decirle “no” a Jesús, “no” a su llamada, a quedarme con mis 18 años para mí o al contrario decirle “sí”, un pobre “sí” débil y tembloroso a seguirle, a dárselo todo a Él, el Cordero de Dios, y un “sí” a creer en esta felicidad que quiere darme, una felicidad verdadera, plena. La felicidad del Evangelio, de las Bienaventuranzas.