El 1 de octubre de 2005 fui consagrada en virginidad, en la Basílica Menor de “San Jaime Apóstol” (en mi pueblo natal, Algemesí) por el entonces Arzobispo de Valencia, el Cardenal Agustín García Gasco.
Aquel día el Señor cumplió en mí su Palabra: “Tu Hacedor te toma por esposa” (Is 62, 4-5). Durante años esa Palabra era la esperanza de mi corazón, y como la Virgen María, aguardaba el momento de su cumplimiento. Yo no sabía cuándo, ni cómo, ni dónde Dios la haría realidad. Las sucesivas Jornadas Mundiales de la Juventud, convocadas por san Juan Pablo II, intensificaban en mí la sed de Amor que había en mi interior y que crecía de día en día. Una Palabra me iluminó sobremanera: “Si conocieras el Don de Dios, me pedirías tú a Mí, y yo te daría el agua viva que buscas…” (cf. Jn 4, 10). Me dispuse de inmediato a mendigar el Don de Dios. Un tiempo después me sobrevino una enfermedad, y en ella encontré a mi Señor crucificado… Sus brazos extendidos me mostraron la consagración como mi propia vocación, y en la persona de un sacerdote religioso encontré quien me guiara para este paso definitivo. Santa Teresita del Niño Jesús y San José de Calasanz han sido mis grandes amigos del cielo que han acompañado y siguen acompañando mi vocación consagrada.
Hoy mi vida es muy sencilla, pero también muy hermosa: amar y servir en el corazón de mi Madre la Iglesia. Trabajo en un colegio cuidando a los pequeños y enseñando a muchos niños el Amor de Dios. Estoy al servicio de quien me necesita y colaboro en la evangelización como consagrada en mi Parroquia.
Sí, es verdad: “Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana… Cristo no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno” (Benedicto XVI, Verbum Domini 104).