Tenía que ver con un deseo. Lo sentía. Era un deseo que me llenaba de ilusión pero también de preguntas. A veces, este deseo se presentaba como un impulso que me movía y empujaba. Otras, como el sueño de un futuro para mi vida que quería ser como la de Jesús. Este deseo se fue presentando poco a poco, caso sin darme cuenta. Me acompañaba en lo que hacía y en lo que vivía con la naturalidad de lo que va creciendo hasta ponerle nombre: quería ser sacerdote. Intuía que ese era al modo de identificarme más con Jesús, de vivir como Él vivió, ama como Él amó, de servir como Él sirvió.
Un buen día se presentó la ocasión de hacer Ejercicios Espirituales con un jesuita. No le conocía. No sabía nada sobre los jesuitas pero su forma de hablar de Jesús, en la fuerza con que nos presentaban el Evangelio reconocí aquellos que yo quería vivir. Ese deseo que sentía era aquello que vivía ese jesuita. Y empecé a hablar con él. Aquellos encuentros me llenaban de entusiasmo, me daban más horizonte, hacían que el deseo empezara a tomar forma, a hacerse concreto. Descubrí en la vocación como jesuita una forma de ser sacerdote que me apasionaba. La decisión ya estaba tomada aunque el paso de hacerla realidad aún tuvo que esperar.
Fue entonces cuando las preguntas se fueron presentando una detrás de otra y, en ocasiones, a la ve y al mismo tiempo. Me preguntaba sobre mi capacidad para vivir esa vocación, sobre la realidad de ese deseo o si, por el contrario, era una fantasía. Fui pasando por la claridad y por la oscuridad, por la certeza y por la confusión, por el entusiasmo y por el desánimo. Pero al final siempre me encontraba con lo mismo: con la persona de Jesús.
Fue un tiempo donde la oración se convirtió en espacio de escucha de la Palabra que me animaba y alentaba: “no temas, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré” (Isaías 41:10). En la escucha de la Palabra aprendí a reconocerme en Abrahán que intuyó una promesa que lo sacaba de lo suyo, en Moisés que se adentró en el desierto, en Jeremías que fue atraído y seducido… en María que ante la Palabra respondió: “Hágase en mi”.
La decisión estaba tomada y el momento de dar el paso llegó. Y ese paso ha ido dando lugar a otros hasta el día de hoy donde el deseo de identificarme más con Jesús sigue tan vivo como el primer día.