Siempre había imaginado que formaría una familia desde que una tarde junto a mis compañeros de colegio decidimos que lo mejor era casarse. Ya con el despertar de mi conciencia tenía claro mi futuro hasta el punto de pedirle a Dios tras escuchar una homilía sobre la vocación al sacerdocio, que no me predispusiera nunca hacia la vida religiosa. El 8 de diciembre de 2012, solemnidad de la Inmaculada Concepción, emití mis votos perpetuos y ya soy fraile para siempre. Ahora reconozco que al final la voluntad de Dios prevalece sobre nosotros.
Mi vocación no tiene nada de extraordinario, es fruto de un lento proceso de maduración cristiana que va desde mi nacimiento en el seno de una familia católica sin pertenencia a ningún grupo eclesial concreto hasta mi entrada en el postulantado de los capuchinos en septiembre de 2005. Dos fueron los momentos culminantes de este periodo.
Como yo era un joven catequista entusiasta del apostolado, para preparar las charlas de confirmación me puse a estudiar los Evangelios, tuve un encuentro con Jesús a través de su Palabra. Leí en Mateo 5,3: “Dichosos los que eligen ser pobres, porque éstos tienen a Dios por rey”, es decir, aquellos que no buscan tener (dinero), subir (prestigio) ni mandar (poder) es porque tienen a Dios como el mayor bien y juzgan “que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo e incorporarme a Él” (Ef 3,8-9). Para un cristiano la riqueza es Cristo.
El segundo hecho decisivo guarda relación con el descubrimiento de Las Florecillas (Anónimo, s. XIV) en la versión cinematográfica de Rossellini: Francisco, Juglar de Dios (1950). Hoy prefiero leerlas, y como versión hagiográfica sobre la vida de San Francisco llevada al cine, Francesco (Liliana Cavani, 1989) es mi favorita por el romanticismo extremo de su bello epílogo: “Pensé que el amor había hecho su cuerpo igual al del Amado y me pregunté si alguna vez yo sería capaz de amar tanto”.
Al principio me resistía a admitir mi atracción hacia la vida religiosa (pensaba en broma: “en mi siguiente vida seré fraile, en esta no”) pasando por una etapa de gran indecisión; tan pronto como me decidía a dar el paso me volvía atrás hasta que transcurrido más de un año me rendí al asedio del Señor y pude pronunciar un “SÍ” que se ha venido repitiendo cada día hasta hoy.
Después de esto, hice mi noviciado en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) y tras la profesión temporal me destinaron a la ciudad de Valencia. Ahora vivo en el vecino pueblo de Massamagrell en un convento del siglo XVI. Rezo, estudio en la facultad de teología San Vicente Ferrer, ayudo a cuidar a los frailes ancianos que viven con nosotros y colaboro en la parroquia de un barrio de gente sencilla y trabajadora en la catequesis de niños, en el Itinerario Diocesano de Evangelización y en Cáritas.