En todas las vocaciones hay elementos comunes, pero no hay dos iguales, y esto es porque Dios no se repite. Igual que cada persona es de una manera, y es irrepetible, así Dios llama a cada uno de una manera distinta.
Me llamo José y fui ordenado sacerdote diocesano hace menos de un año.
Gracias a Dios, tuve la suerte de nacer en una familia creyente. La fe la he vivido en mi familia y ha sido allí donde conocí el amor de Dios. Por razones que se me escapan, en mi familia nunca hemos pertenecido a ningún movimiento, ni nos hemos implicado mucho en la parroquia. Fueron mis padres los que me enseñaron y me mostraron ese amor, quienes me dieron a conocer a Dios.
Mi madre cuenta, aunque yo no me acuerdo, que con 15 años le pregunté si me hacía sacerdote. La respuesta fue muy cabal, “para eso primero tienes que estudiar mucho y sacarte una carrera”, y me puso como ejemplo a un tío abuelo mío que era cartujo, que después de haber estudiado la carrera de Químicas lo dejó todo y se fue a la Cartuja. A mí la respuesta me debió parecer bien, porque acabé el instituto y entré en la universidad.
Y fue en la universidad donde empecé a planteármelo más en serio. La vocación se dejaba sentir como una inquietud, una invitación, algo dentro de mí. Como si escuchara un “¿quieres?”. Y esa inquietud pedía una respuesta. Y mi respuesta era no, siempre no. Además, era una respuesta muy bien razonada. “Yo no soy digno”. Y era cierto, y sigue siéndolo, porque nadie lo es. Pero Dios no llama a los que son dignos, porque no los hay. Pero esa invitación volvía cada cierto tiempo. Nunca llegaba a contestarla definitivamente.
Durante el tiempo de universidad disfruté mucho en los estudios, hice buenos amigos y estuve saliendo con una chica un par de años. Tenía mis proyectos. Proyectos buenos como casarme, formar una familia, trabajar en lo que estaba estudiando,… El caso es que el último año de la carrera me fui con una beca Erasmus al extranjero. Me pasé un año en Trento, donde acabé las asignaturas e hice el proyecto final de carrera. Fue un gran año, pero había algo que no encajaba del todo.
Y es que siempre tuve claro que lo que quería hacer era la voluntad de Dios. Yo, aunque tenía mis planes, en el fondo, quería hacer lo que Dios quisiera de mí. Y estando en Trento hubo un día en que estaba hecho un lío. Era el 22 de enero de 2005, sábado, San Vicente mártir, y acudí a la eucaristía de la tarde como solía hacer todos los fines de semana. Pero ese día en que estaba muy turbado, todo el camino hasta la parroquia lo hice orando desde lo más profundo de mi corazón. Y mi oración era “Señor, ¿qué quieres de mí?”. Estaba a punto de acabar mi carrera y todavía no lo sabía. Puse toda mi vida en esa pregunta. Y fui a misa con la determinación de que en esa eucaristía tenía que quedar decidido.
Aquel día, el evangelio que se proclamó fue el de Mt 4,12-22, la vocación de los Apóstoles, “venid y os haré pescadores de hombres”. Se proclamó en todo el mundo ese día, pero, para mí, fue la respuesta a mi pregunta. Lo viví así, como si sólo por mí se hubiera proclamado. Y sentí al mismo tiempo una gran alegría y tranquilidad, porque ya no podía dudar, pero a su vez, algo de preocupación y respeto porque sabía dónde me estaba metiendo.
Entendí que debía terminar mi carrera como ingeniero de caminos y trabajar un tiempo. Así que después de acabarla estuve trabajando un par de años, y en septiembre de 2007 entré en el Seminario. De estos siete años en el Seminario, puedo decir que he sido muy feliz. No significa que no haya problemas. Los hay, como en todas partes. Pero he podido experimentar lo que dice el Señor: “Todo el que deje padre, madre, mujer, hijos, tierras, por mí, recibirá el ciento por uno ya en la tierra, junto con persecuciones, y la vida eterna”. El Señor me ha regalado todo lo que no me podía imaginar.
Al principio de entrar me parecía que renunciaba a mucho: al amor de una mujer, a ser padre, a un trabajo que me gustaba,…Pero nada de eso se puede comparar con el amor de Dios. No admite comparación lo que yo “renunciaba” con lo que he recibido, y continúo recibiendo como regalo. Sólo Dios basta.
De muestra, un botón. En mi verano de segundo en el Seminario fui al Amazonas con los franciscanos, a tener una experiencia de misión. Entre otras muchas cosas, descubrí la gran felicidad que hay en llevar el Evangelio a las gentes, en hablar de Dios y de su gran amor. Allí el Señor me mostró qué es el ciento por uno, y la gran felicidad que hay en anunciar su Evangelio.
Y por si acaso dudaba en algún momento, porque hay dudas a lo largo de la vida, el Señor me regaló ser ordenado de diácono el 27 de abril de 2013, justo el mismo día en que fui bautizado 33 años antes. Para mí toda una señal de que el Señor me quería para él desde que nací.
El 14 de junio de 2014 fui ordenado sacerdote. Ahí sí que ya no tengo palabras para expresar todo lo que viví, pero si consiguiera encontrarlas este escrito se alargaría demasiado. Sólo deciros que lo que viví y continúo viviendo me lleva a una acción de gracias permanente.
Ahora soy párroco de ocho parroquias, en un ambiente rural, muy contento de estar aquí. La gente me ha manifestado un cariño desde el principio que me sorprende, porque sin conocerme me han acogido con los brazos abiertos. Es otra manifestación del amor de Dios. Y es que al final, toda esta alegría y contento que tengo, proviene de fiarme del Señor. Porque a mí, lo único que el Señor me pide es que me fíe de Él. Él se encargará de todo. Estamos todos en las manos de Dios. Y ¿acaso se puede estar en mejores manos?