Mi nombre es Vicente, soy de Gandía, tengo 30 años, éste es mi sexto curso en el seminario y hace apenas un mes he sido ordenado diácono, ¡lo mejor que me ha pasado en la vida hasta ahora! El Señor ha hecho una historia conmigo, una historia mucho mejor que la que yo tenía pensada para mí.
Entré al seminario con 24 años, con una carrera casi acabada y después de haber estado trabajando algún tiempo, con todo un porvenir por delante. Creo que mi historia de vocación empezó con el redescubrimiento de la fe, una fe que había recibido de mis padres pero que estuve despreciando durante mi adolescencia. Mis días en la Iglesia tenían fecha de caducidad: mi Confirmación sería la última vez que entraría en ella, creía que no me aportaba nada, sólo fastidios y prohibiciones sin sentido.
Justo cuando ya había decidido esto, una amiga me invitó a hacer unas catequesis, yo no sabía de qué iba la cosa, pero eso me salvó la vida. Empecé a vivir mi fe en una comunidad neocatecumenal en la que descubrí el verdadero sentido de aquello que mis padres me enseñaron desde pequeño, de repente se empezaron a encender luces en mí. Pronto dejé mi doble vida: en casa y los domingos un buen hijo y un buen cristiano, con mis amigos y los fines de semana a hacer todo lo contrario.
Sin embargo experimenté que no es suficiente con estar en la Iglesia, que es verdad eso de que el Señor tiene una historia preparada para cada uno. Yo quería cosas buenas: una carrera, un trabajo, formar una familia… sin grandes pretensiones, pero algo digno.
Dios me fue dando todo lo que pedía, nunca me ha faltado de nada. Acabando la carrera, hice unas prácticas, me contrataron en la empresa, ganaba dinero… sin embargo cada vez me encontraba más vacío. ¿Qué pasaba? Iba a la Iglesia, vivía la fe gustosamente… pero no escuchaba a Dios, todo lo hacía para mí y mi bienestar.
Algo pasaba en mí. Desde los 16 años empecé a ayudar en las misas de mi parroquia, a acompañar y enseñar a los niños en el servicio del altar, algo que me fascinaba desde pequeño, y a pesar de que los años pasaban y parecía que eso debía acabar, no fue así, yo seguía entregándome a esta tarea porque ahí me encontraba con Dios, y aunque yo lo negara ahí me estaba llamando.
Con el tiempo me di cuenta de que el camino que había tomado en mi vida, aunque era bueno, no era para mí, no sería feliz. Dios me pedía otra cosa: que me entregara a Él. La indecisión crecía, decidirme por el sacerdocio suponía dejar un proyecto de vida en el que había invertido mucho. Al final decidí hablar con el sacerdote de mi parroquia, al curso siguiente ya había entrado en el Seminario.
Llegué a él sin conocer a nadie, ni qué tipo de vida iba a llevar, pero creo que eso es lo de menos, si es de Dios al final sale todo adelante. Han sido, sin duda, los años más felices de mi vida, a pesar de los sufrimientos, que los hay. Ahora empiezo una nueva etapa con el ministerio del diaconado, algo hermosísimo, es emocionante ver cómo el Señor es fiel y lleva a término aquello que Él ha empezado.