«Caminaba con Él mucha gente, y volviéndose les dijo: “Si alguno viene detrás de mí y no deja a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío”» (Lc 14, 25-27).
Este es el pasaje del Evangelio que, al leer en oración una noche del mes de mayo (el mes de la Virgen) del año 2008, en una casa de acogida a personas enfermas de SIDA cerca de Valencia, cambió definitivamente el rumbo de mi vida hacia el sacerdocio. En él percibí una llamada personalísima de Dios a dejarlo todo por Él, especialmente el proyecto que tenía de formar una familia. Y aquella noche, después de una fuerte lucha interior, le respondí que sí. ¡Cómo si fuera yo quien le diera algo, cuando era Él quien se ofrecía a ponerse por entero en mis manos!
El camino hasta ahí es una historia de amor, como la que Dios tiene con cada uno de nosotros, en la que desde el principio Él ha estado cargando conmigo, con una Paciencia y una Ternura infinitas, sin yo ser siquiera consciente de ello…
Nací en el seno de una familia católica, una maravillosa familia de doce hermanos, en la cual recibí un precioso testimonio de vida cristiana. Sin embargo, bien pronto, especialmente desde la adolescencia, me aparté de Dios y de su Iglesia. Buscándome a mí mismo, me perdí.
En el año 98, mientras trabajaba en México, recibí la noticia de la muerte de mi hermano José Manuel: ¡qué desgarrador es el sufrimiento cuando no se tiene fe! Aquello puso en marcha en mí un proceso de cuestionamiento de mi propia vida y de búsqueda de sentido, aunque continué aún durante largo tiempo inmerso en la misma manera de “vivir”.
Aproximadamente dos años después regresé a España, y “coincidí” en el trabajo con un compañero, hoy sacerdote, que estaba realizando una actividad de voluntariado en Cáritas, acompañando a un grupo de personas sin hogar. Aquella inquietud que tenía se activó entonces, le pedí información, me puso en contacto con el coordinador del programa, hice un cursillo de voluntariado, y empecé a acudir todas las semanas a una vivienda tutelada para acompañarles. Varios años estuve allí de voluntario, y aquel camino me puso en salida de mí, abriéndome poco a poco el corazón a los demás.
Por una serie de acontecimientos empecé a trabajar en la Universidad Católica, en la que después de un tiempo me pidieron que ayudara a poner en marcha una nueva oficina, de acción social, cuya finalidad era la de animar, formar y ayudar a los estudiantes universitarios a realizar actividades de voluntariado con personas en situación de dificultad (mayores, enfermas, niños huérfanos…). Aquel trabajo fue un nuevo impulso en esta dirección, pero atado como estaba por mil y un sitios era incapaz de cambiar de vida. Justo al lado del despacho, donde trabajaba, había una capilla, y en ella comencé a hacer oración, pidiéndole a Dios que me ayudara a “nacer de nuevo”.
Por entonces, empecé también a acudir a Misa los domingos, como cuando era niño: percibía que detrás de la Palabra que allí se proclamaba había una verdad profunda, pero ni me confesaba ni comulgaba. Estuve así al menos durante un año. A finales de 2007 una serie de acontecimientos inesperados me llevaron a dejar aquel trabajo en la universidad, y me planteé la posibilidad de irme unos días a rezar a un lugar tranquilo tratando de encontrar respuestas a mi vida. Comentándolo con un compañero de trabajo, me propuso que le acompañara a un retiro espiritual que comenzaría unos días después, durante un puente de la Inmaculada, en un lugar llamado “la Lloma”, cerca de Valencia. Nunca antes había estado en un retiro, y aquel primero me cambió la vida: me encontré, en el silencio de la oración, con Aquel que había estado cargando conmigo y que me esperaba desde siempre… Me comprometí con Él a cambiar de vida, y allí me confesé, comulgué, y comencé a recibir dirección espiritual por parte del sacerdote que dirigía aquel retiro. Empecé a acudir diariamente a Misa, comulgando todos los días, confesándome cada semana, “devorando” diariamente la Biblia, buscando tiempos de oración mañana y tarde con el Señor… ¡Cuantos Besos recibí en aquellos días! Me impliqué entonces más profundamente en Cáritas y comencé a acompañar como voluntario a las personas enfermas de SIDA, en cuya casa de acogida, de nuevo de la mano de la Virgen, recibí la llamada del Señor a dejarlo todo para seguirle más de cerca…
Aquel año, el 13 de junio de 2008, antes de entrar en el Seminario, falleció mi padre: no le había comunicado todavía esta decisión, pero el Señor le concedió a él la gracia de verme convertido, y a mí la de poder estar más cerca suyo que nunca en los últimos meses de su vida en la tierra, en los que diariamente rezábamos juntos el Rosario y acudíamos a Misa. ¡Con cuanta Paz se vive el sufrimiento desde la fe!
Ahora, en este séptimo curso de Seminario, estoy como diácono, junto a otros diez compañeros, a la espera de la ya próxima ordenación sacerdotal, que Dios mediante se celebrará el 13 de junio de 2015, festividad del Inmaculado Corazón de María y séptimo aniversario de la partida de mi padre de este mundo al Cielo.
¡Para Dios toda la Gloria!