Dios tiene una historia única con cada uno de nosotros. Y es una historia en la que nos quiere encontrar. En mi caso me encontró en mi segundo año de Universidad. De niño y joven no había vivido la fe; había tenido una formación cristiana muy precaria, y vivía bastante al margen de Dios y de la Iglesia. Vivía en el mundo como se vive en él. Pero tenía ideales; quería hacer algo grande, en lo que estudiaba, en la vida,… pero no sabía bien de dónde me podía venir.
Vivía como en el mundo, pero con una inquietud que me hacía buscar algo más. Hasta que un día se me presentó lo que podía ser ese “algo más”. Conocí a alguien que luego sería un gran amigo, y que al principio estaba tan desorientado como yo. Coincidimos varias veces, por las noches, en la diversión que nos ofrecía el mundo; coincidimos varias veces, y luego entendí, por cómo transcurrió todo después, que no había sido una casualidad.
Este amigo también estaba buscando, hasta que reconoció en el Dios que le habían anunciado desde pequeño el centro que polarizaba su inquietud, el centro hacia el que se veía atraído. Y en uno de esos encuentros que tuvimos, que yo no había planificado, y que me parecían tan curiosos por cómo se repetían, el tema de conversación fue diferente al de otras veces; compartió conmigo ese “polo” que lo atraía; y me mostró a ese Dios, que para mí era bastante desconocido. E intuí yo también, por cómo me hablaba de Él, que podía ser lo que yo mismo buscaba.
Y me empezó a transmitir lo que sabía, y más que lo que me decía, me llamaba la atención cómo le había hecho a él cambiar sus deseos, y cómo me hablaba de Él. Yo quería también eso para mí. Yo quería lo que él había encontrado.
Hasta que llegó un día en que me dijo que dejaba el mundo en el que nos habíamos encontrado, y que se iba a un sitio en el que iba a estar siempre en silencio, junto con otros que estaban también en silencio, para saborear y celebrar al Dios que había reencontrado y por el que se alegraba tanto. Se iba a un monasterio a pasar toda su vida.
Más tarde, en una de sus cartas, me lo definió como una schola caritatis, un “taller de amor”. Y yo tuve la sensación de quedarme solo.
Pero en mí empezó a cambiar algo también. Y esa inquietud se transformó en un fuego que me ardía en el pecho. Era una sensación nueva, que no había sentido antes. Fue en la relación nueva que había encontrado con ese Dios nuevo, el Dios de Jesucristo, cuando descubrí que en el silencio podía estar con Él. Y ese silencio me hablaba, y lo hacía como fuego.
Y después de algunos años, después de acabar mis estudios en la Universidad, en los que veía que se me pedía algo, pero que no alcanzaba a saber qué era, me planteé un poco a ciegas la posibilidad del Seminario, tras sugerírmelo un amigo. Hice la experiencia de ir algunos fines de semana, cuando estaba programado para los otros que también se lo planteaban, y allí el fuego creció, y sentí que era allí donde tenía que ir.
Ahora soy diácono. Me ordenaron a finales del curso pasado. Y doy gracias a Dios por esta historia que ha hecho conmigo, por la historia en la que me ha querido encontrar, por haberme llenado el corazón de alegría.