Nuestro Señor nos muestra a la Virgen María como nuestro modelo de fe ante la vocación de Dios. Acompañaremos a María para contemplar su vocación y así ella nos enseñe a cómo responder a la llamada de Dios.
«Te he llamado por tu nombre» (Is 43,1).Como ya sabéis, hemos elegido a María, la joven de Nazaret, a quien Dios escogió como Madre de su Hijo, para que nos acompañe en este viaje con su ejemplo y su intercesión. Ella caminacon nosotros hacia el Sínodo y la JMJ de Panamá. Si el año pasado nos sirvieron de guía las palabras de su canto de alabanza: «El Poderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1,49), enseñándonos a hacer memoria del pasado, este año tratamos de escuchar con ella la voz de Dios que infunde valor y da la gracia necesaria para responder a su llamada: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30).
Son las palabras pronunciadas por el mensajero de Dios, el arcángel Gabriel, a María, una sencilla jovencita de un pequeño pueblo de Galilea.Es comprensible que la repentina aparición del ángel y su misterioso saludo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28) hayan causado una fuerte turbación en María, sorprendida por esta primera revelación de su identidad y de su vocación, desconocida para ella entonces. María, como otros personajes de las Sagradas Escrituras, tiembla ante el misterio de la llamada de Dios, que en un instante la sitúa ante la inmensidad de su propio designio y le hace sentir toda su pequeñez, como una humilde criatura. El ángel, leyendo en lo más profundo de su corazón, le dice: «¡No temas!». Dios también lee en nuestro corazón. Él conoce bien los desafíos que tenemos que afrontar en la vida, especialmente cuando nos encontramos ante las decisiones fundamentales de las que depende lo que seremos y lo que haremos en este mundo. Es la «emoción» que sentimos frente a las decisiones sobre nuestro futuro, nuestro estado de vida, nuestra vocación. En esos momentos nos sentimos turbados y embargados por tantos miedos.
Y vosotros jóvenes, ¿qué miedos tenéis? ¿Qué es lo que más os preocupa en el fondo? En muchos de vosotros existe un miedo de «fondo» que es el de no ser amados, queridos, de no ser aceptados por lo que sois. Hoy en día, muchos jóvenes se sienten obligados a mostrarse distintos de lo que son en realidad, para intentar adecuarse a estándares a menudo artificiales e inalcanzables. Hacen continuos «retoques fotográficos» de su imagen, escondiéndose detrás de máscaras y falsas identidades, hasta casi convertirse ellos mismos en un «fake». Muchos están obsesionados con recibir el mayor número posible de «me gusta». Y este sentido de inadecuación produce muchos temores e incertidumbres. Otros tienen miedo a no ser capacesde encontrar una seguridad afectiva y quedarse solos. Frente a la precariedad del trabajo, muchos tienen miedo a no poder alcanzar una situación profesional satisfactoria, a no ver
cumplidos sus sueños. Se trata de temores que están presentes hoy en muchos jóvenes, tanto creyentes como no creyentes. E incluso aquellos que han abrazado el don de la fe y buscan seriamente su vocación tampoco están exentos de temores. Algunos piensan: quizás Dios me pide o me pedirá demasiado; quizás, yendo por el camino que me ha señalado, no seré realmente feliz, o no estaré a la altura de lo que me pide. Otros se preguntan: si sigo el camino que Dios me indica, ¿quién me garantiza que podré llegar hasta el final? ¿Me desanimaré? ¿Perderé el entusiasmo? ¿Seré capaz de perseverar toda mi vida?
(…)
«Te he llamado por tu nombre» (Is 43,1). El primer motivo para no tener miedo es
precisamente el hecho de que Dios nos llama por nuestro nombre. El ángel, mensajero de Dios, llamó a María por su nombre. Poner nombres es propio de Dios. En la obra de la creación, él llama a la existencia a cada criatura por su nombre. Detrás del nombre hay una identidad, algo que es único en cada cosa, en cada persona, esa íntima esencia que sólo Dios conoce en profundidad. Esta prerrogativa divina fue compartida con el hombre, al cual Dios le concedió que diera nombre a los animales, a los pájaros y también a los propios hijos (Gn 2,19-21; 4,1).
Muchas culturas comparten esta profunda visión bíblica, reconociendo en el nombre la revelación del misterio más profundo de una vida, el significado de una existencia.
Cuando Dios llama por el nombre a una persona, le revela al mismo tiempo su vocación, su proyecto de santidad y de bien, por el que esa persona llegará a ser alguien único y un don para los demás. Y también cuando el Señor quiere ensanchar los horizontes de una existencia, decide dar a la persona a quien llama un nombre nuevo, como hace con Simón, llamándolo «Pedro». De aquí viene la costumbre de asumir un nuevo nombre cuando se entra en una orden religiosa, para indicar una nueva identidad y una nueva misión. La llamada divina, al ser personal y única, requiere que tengamos el valor de desvincularnos de la presión homogeneizadora de los lugares comunes, para que nuestra vida sea de verdad un don original e irrepetible para Dios, para la Iglesia y para los demás.
Queridos jóvenes: Ser llamados por nuestro nombre es, por lo tanto, signo de la gran dignidad que tenemos a los ojos de Dios, de su predilección por nosotros. Y Dios llama a cada uno de vosotros por vuestro nombre. Vosotros sois el «tú» de Dios, preciosos a sus ojos, dignos de estima y amados (cf. Is 43,4). Acoged con alegría este diálogo que Dios os propone, esta llamada que él os dirige llamándoos por vuestro nombre.»
* Del mensaje del Papa Francisco para la XXXIII Jornada Mundial de la Juventud en Panamá.